Conclave by Roberto Pazzi

Conclave by Roberto Pazzi

autor:Roberto Pazzi
La lengua: es
Format: mobi
Tags: sf_history
publicado: 2009-10-13T22:00:00+00:00


15

El cardenal Zelindo Mascheroni no consigue armarse del valor suficiente para entrar. La escena de los flagelantes desnudos, envueltos en vapores, sobre el trasfondo del crucifijo que entrevé en la pared de enfrente, tiene su culmen de piadosa intensidad en la figura del pobre Stelipyn, que se somete al látigo de ese energúmeno de Paide.

Pero lo que completa el cuadro, evocando escenas infernales afines a las que contempla cada día en los frescos de la Sixtina, son los nueve cardenales negros abstraídos en sacudirse a base de bien.

Cierra los ojos el prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, rogando al Señor que le inspire las palabras con mayor fortuna que en el cónclave.

Le había costado no poco esfuerzo aceptar la blanca veste de rizo que le parecía irrisoria de la papal. Pero se había impuesto una inspección en ese lugar, habiendo venido a saber que allí concurrirían los africanos y sus sostenedores. Pese a todo, había venido con los guardias suizos y con uno de sus oficiales, temeroso de cualquier clase de inconveniencia que pudiera menoscabar su dignidad y constreñirlo a pedir ayuda.

Jamás había estado en un baño turco, pero se había opuesto vivamente a su instauración.

Ahora, frente a lo que se le ofrece ante sus ojos, experimenta la más total desmentida de sus temores. Porque jamás hubiera podido creer que fuese aquél un lugar donde entregarse a prácticas de mortificación tan ascéticas y severas. De este modo, realmente confuso y arrepentido de sus sospechas, no sabe contestar en un primer momento al cardenal de Nápoles, quien lo invita a cerrar la puerta para que no se disperse el calor. Pero se deja empujar dulcemente por la mano húmeda de Rabuiti hacia el interior de la vasta sala de baño. A sus espaldas, deslizándose como sombras, se adentran también los cuatro suizos, fieles a la consigna de no dejar nunca solo al cardenal Mascheroni, aunque se sientan bastante incómodos.

La entrada de Mascheroni provoca el inmediato efecto de interrumpir los masajes de los purpurados con las ramitas de abedul, no tanto por temor ante su presencia como debido a los restos de la conmoción por la escena de la gallina deponiendo sobre su cabeza el fruto de su concentración. De modo que permanecen con las ramitas en la mano, inmóviles. Y mientras todos vuelven a sentarse sonriendo, escrutan con el rabillo del ojo entre las volutas de vapor, por si acaso algún gallináceo se hubiera dejado caer también en esos locales, salvando la vigilancia...

Se levanta Paide para recoger uno a uno los abedules de las manos de los purpurados, notando en los ojos el brillo malicioso de sus esperanzas a expensas del pobre Mascheroni. Éste permanece sentado, rígido y muy tieso, justo delante de la boca de vapor más grande, que le vuelca en pleno rostro sus vaharadas. La tos sacude su pecho cuando se le acerca, con una toalla ceñida a la cintura, el teniente de la guardia suiza Kapplmüller, que ha recibido la orden de escoltarlo, para preguntarle cómo se siente su eminencia.



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